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lunes, 14 de agosto de 2017

CAUTIVERIO DEL CARDENAL MINDSZENTY


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  “… mi nuevo calabozo era un lugar mugriento y húmedo. Las paredes estaban pintadas con escenas sucias y repelentes. Pensé en la santa del día, Santa Elizabeth, que tras su expulsión del castillo de Wall, se había alojado en un establo. Había entonces entonado un Te Deum y con el recuerdo puesto en ello, no me quejé del lugar donde me habían trasladado. Agradecí, por el contrario, a Dios, poder decirle: “Me siento satisfecho por el día en que he recibido tanta humillación; por los años en que nos ha sido dado ver tanta desgracia”. (Salm. 89,15)

  Mis pensamientos se iban a los santos, “sufrir y ser menospreciado por Ti Señor, decía San Juan de la Cruz.
  Somos pequeños, pero podemos llegar a ser grandes. Los santos anduvieron siempre por las más altas de las alturas precisamente cuando descendían a la más honda profundidad de la miseria y el sufrimiento humano.

  ¡Dame Señor, un poco de ese estilo de los santos!
  En el breve espacio de un mes me trasladaron ocho veces de lugar. En cuanto al número de celdas que ocupé en el transcurso de ocho años, no podía decirlo. De este modo se evita que los reclusos establezcan contacto con el mundo que les rodea.
  El refrán dice: “El húngaro se alimenta llorando”. Este refrán adquiere todo su significado en lo que atañe a los presos húngaros.
  Tomé la decisión de guardar silencio. Igual había obrado mi Señor y Maestro ante Herodes, cuando le pusieron la túnica blanca. El servidor nunca es superior a su Señor.

  Agradecí al Señor que me hubiera hecho digno de compartir con Él, nuestro Salvador y Redentor, todas las afrentas.
  El ruido excita los nervios, pero también la silenciosa soledad los quebranta paulatinamente. Tan solo la pregunta “qué hora debe ser” basta para conturbar el ánimo. El recluso no dispone de reloj; por ello se le hace difícil calcular el paso del tiempo. A la soledad hay que unir asimismo la inactividad. A pesar de todo,  los días transcurren. Según el reglamento, en ocho años no me estaba dado ver a un compañero de reclusión. El mayor sufrimiento que se experimenta en la cárcel es la monotonía, que tarde o temprano destruye el sistema nervioso y vacía  el alma.

  Concedí siempre muy poca importancia a la comida. El ayuno nunca me resultó difícil. Generalmente las comidas se despachan con escaso apetito, debido sobre todo a su falta de calidad, a la cuchara de aluminio, a la suciedad de la mesa, a la monotonía de los mismos alimentos. Todo ello contribuye a acrecentar la angustia del preso. La limpieza era palabra desconocida. Los rastros del desayuno eran bien patentes en la cuchara que nos daban para la comida del mediodía.

  ¿Qué podía hacer el preso las cinco o seis horas que permanecía insomne? En ocasiones, practicaba un examen de conciencia, pensaba en el destino de la Iglesia, la suerte corrida por mi patria, mi arquidiócesis y la de todos los sacerdotes y creyentes, si se mantuvieron o no fieles a sus convicciones.

  También analizaba mi vida. Muchas cosas me aparecían bajo otra luz. Las noches pasadas en blanco provocaban graves y sombríos pensamientos. Entonces recurría a la oración para ahuyentarlos. Tan solo la luz de la fe era un alivio para mí.

  El hombre debería cruzar de vez en cuando un mar agitado y tormentoso para aprender así a rezar. Las cárceles y mazmorras son escuelas de oración. Hasta los corazones de piedra saltan aquí hechos pedazos. La estancia en la cárcel puede orientar el alma del hombre hacia Dios. La soledad despierta con frecuencia el recuerdo de verdades religiosas largamente olvidadas.

  En la festividad del Sagrado Corazón de 1950 me fue posible celebrar por vez primera después de nueve meses. Hacía las veces de altar una mesita telefónica. La imagen del altar era una diminuta estampa de un santo.

  Mi vida religiosa se veía afectada, ciertamente, por las circunstancias que me rodeaban, pero nunca quedó reducida a la nada. Me quedaba la posibilidad del ayuno. Me faltaba la confesión semanal y por ello procuraba hacer diariamente un examen de conciencia. Celebraba novenas y triduos con regularidad. Rezaba diariamente a mi Ángel de la Guarda, a San José y los Santos de la Buena Muerte.  Dirigía también mis oraciones a Santa Teresita de Lisieux. Meditaba profundamente las palabras del breviario, y esta meditación diaria me ocupaba tres horas. Rezaba mi Rosario a la intención de todos los anhelos, de todos los deseos de todo el mundo.

  Es corriente rezar con los dedos. Los presos lo rezan así. Por mi parte rezaba diariamente seis Rosarios: por la Iglesia en general, por mi patria, por la Archidiócesis, por mis compañeros de cárcel, por la juventud, por mi madre, por mí y por las pobres Almas del Purgatorio.

  No resulta demasiado sorprendente que trataran por todos los medios crearme dificultades en la abstinencia de los viernes. Los viernes servían carne, que sin embargo faltaba los domingos en el “menú”. Claro que el preso, si no tiene elección entre los alimentos, puede comer carne los viernes sin transgresión de los preceptos de la Santa Madre Iglesia. A pesar de ello, yo la dejaba y los carceleros redactaban los correspondientes informes. Tras uno de ellos el comandante entró en mi celda.

  -Coma lo que le dan
  - Los viernes no como carne.
   - No le daré otra cosa.
  -Tampoco la pido.
  -En tal caso, le castigaré.
  -Estoy dispuesto a aceptar cualquier castigo.

  La escena se repitió los cuatro viernes siguientes. Luego me sirvieron carne los domingos en vez de los viernes.
  Acostumbraba rezar de rodillas. Al principio, los carceleros me miraban sin decir nada. Sin duda, no se atrevían a hacerme observación alguna. Pero luego se lo comunicaron al médico y éste prohibió, “debido a mi estado de salud”, y en especial a causa de mi corazón, que me arrodillara. Yo guardé silencio, pero continúe arrodillándome. 

Los golpes de las porras de goma, la angustia, la humedad de las celdas, etc.  todo aquello era indudablemente peor para  mi corazón que ponerme de rodillas, y sin embargo, lo había aguantado.  ¿Por qué no podía arrodillarme cuando tenía que hacerlo? También la oración que yo pronunciaba antes de las comidas les producía una gran irritación. Cuando me veían rezar, se ponían a gritar y me decían que la comida se enfriaba. Al dar las gracias al Señor después de la comida, objetaban igualmente a gritos que no podían entretenerse por más tiempo en llevarse las cosas. En muchas ocasiones rezaba en voz baja mientras paseaba por la celda. Se dieron cuenta de ello y me prohibieron que rezara. ¡Eso es algo que no le importa al régimen! Fue mi respuesta. A pesar de ello, seguí rezando.

  La estancia en la cárcel puede llevar a una profundización de los sentimientos y el acercamiento a Dios. Pero también puede provocar el alejamiento de Él. Los reclusos son seres humanos y donde habitan los humanos están presentes la debilidad y el pecado. 

Los  muros de la prisión no son dique contra los pecados; tan solo la gracia y la buena voluntad son capaces de abrir brecha en ellos. Creo por mi parte que es precisamente en la cárcel donde el Padre Celestial derrama más abundantemente sus gracias porque sabe que mayormente se necesitan en nuestra situación.

  Dostoiewsky escribió sobre los presos de Siberia: “También en la cárcel se puede llevar una vida digna”.

Cardenal MINDSZENTY
MEMORIAS