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jueves, 9 de febrero de 2017

TODO LO GANA, QUIEN TODO LO PIERDE POR DIOS




 Modo con que Jesucristo trató los intereses de su Padre

  Vamos a ver un perfecto modelo de renuncia a sí mismo en la manera con que trató Jesús los negocios de su Padre.

  Vino a la tierra para la obra más grande que podía atraer un Dios a este mundo, para procurar a Su Padre una gloria digna de Él, para manifestar Su Nombre a los hombres, para destruir el imperio del demonio que se hacía adorar bajo el nombre de falsas divinidades, para operar la salud del género humano. Devorado por el amor hacia su Padre y por el celo para con sus intereses, veía con el más profundo dolor entronizado el imperio del demonio, y ardía en deseos de destruirlo; lamentábase de la malicia, de la ceguera y de la perdición de los hombres, y no aspiraba sino a santificarlos, a ilustrarlos, a salvarlos. En sus manos estaban todos los medios para salir bien de esta grande empresa; y de cualquier modo que hubiese querido llevarla a cabo, reuniendo Él como reunía la sabiduría al poder, no era posible que hubiera faltado. Pero Su Padre lo había ya ordenado todo, y le había señalado la ruta que debía seguirse. 

Trazado estaba el plan de la ejecución, y Él lo ejecuta con la mayor fidelidad, sin omitir nada, sin cambiar nada, con el mayor desinterés; no atendiendo a sí mismo, y poniéndose absolutamente pasivo, con un perfecto sacrificio de su espíritu y de su voluntad; no permitiéndose a sí mismo reflexión ni raciocinio, y violentando para obedecer todas las repugnancias naturales.

  En cuanto al modo con que debía glorificar a su Padre, estaba decretado que sería por la vía de los oprobios y de las humillaciones. Este medio parecía contrario al fin propuesto; el oprobio del Hijo debía al parecer redundar sobre el Padre, y a consultar la razón, no podía opinarse de otro modo. Mas Jesucristo no escucha la razón; sabe que la sabiduría de Su Padre es infinita, que es incomprensible en sus designios; que no toca a una razón criada pronunciar sobre los designios del Eterno, ni mezclarse en sus consejos. Se somete pues  este medio, lo aprueba, lo abraza con la más perfecta confianza de que redundará en gloria de Dios, sea lo que fuera para la suya, que no le da cuidado alguno.

  Resuelto estaba que aterraría al demonio dejándose vencer por él, que éste adversario de Dios, el cual, en expresión de San Pablo, tenía el imperio de la muerte, y lo ejercía inexorable sobre todos los hombres, lo ejercería también sobre él, y que su pretendido triunfo sería el principio de su destrucción. ¡Cuánta repugnancia no debía tener Jesús a sucumbir bajo los golpes de aquel que venía Él a desarmar! ¡Y cómo podía creer salir victorioso por su derrota! Lo creyó no obstante sin vacilar, seguro de la infalibilidad de las medidas tomadas por Su Padre. ¡Cuánto debió costarle el consentir en sujetarse al yugo de la muerte, de que estaba exento! Y consintió en ello, dejando a Su Padre el cuidado de remediar los resultados de este golpe en apariencia irreparable.

  Estaba decretado que salvaría a los hombres por medio del mayor crimen de que estos pudiesen ser capaces, y que Su Sangre derramada por manos de aquellos sería el origen de su salvación. ¡Qué contradicción más monstruosa para el más ilustrado sentido humano! Jesucristo devora esta contradicción; sabe que Su Padre puede conciliarlo todo, y que lo conciliará realmente; se hace ciego por obediencia, y no duda del efecto de una causa que naturalmente debe producir un efecto contrario.

  En cuanto al tiempo decretado para liberar al universo de la esclavitud del demonio, el Padre espera que este se halle en el colmo de su poder; que la idolatría se halle bajo la protección de todas las fuerzas del imperio romano; que el mundo esté abismado en la corrupción más profunda, y que a las densas tinieblas del paganismo se juntasen las falsas luces de una filosofía altanera, impía y voluptuosa. En este momento cabalmente es cuando viene al mundo Jesucristo, y cuando se le abre el campo de batalla. No para aquí; no debía vivir sobre la tierra sino treinta y tres años, y de tan corto tiempo estaba decretado que pasaría treinta enteramente desconocido del mundo, y ocupado en un trabajo obscuro en la tienda de un artesano; pues es muy cierto que su vida pública no duró más que tres años y algunos meses. ¡Qué debía pensar Jesucristo de esta circunstancia de su misión, que parecía ponerle un obstáculo invencible! Y teniendo tan poco tiempo para cumplir el designio más vasto, el más difícil, el de cambiar por la creencia y las costumbres la faz del universo. ¡Qué tormento para su amor y para su celo este retiro y este silencio! Él sin embargo permanece oculto, calla, limítase a trabajar y a rogar, apresurando por sus deseos tan ardientes como sumisos el momento en el cual pondrá mano a la obra para la cual es enviado. Y adelantaba más esta obra, permaneciendo así en la obscuridad, de lo que pudiera hacerlo por medio de las más elocuentes y fuertes predicaciones y de los más asombrosos prodigios, saliéndose del orden que le estaba señalado por su Padre.

  En cuanto a los lugares en que debía Jesucristo anunciar al verdadero Dios, nos parece que, como el verdadero Dios era ignorado de todas las naciones, Jesucristo por medio de un milagro que nada le hubiera costado, debía trasportarse a todas partes, y que con la fuerza invencible de sus razones y por el asombro de sus prodigios desengañase todo el universo. O a lo menos, si debía fijar en un solo punto su misión, parecía Roma el más a propósito, Roma, la señora del mundo entonces conocido; y que se aquí como de un centro se esparciese su doctrina a todos los pueblos. Mas Dios lo había de otra manera dispuesto. Jesucristo no predicó el Evangelio sino en la Judea, a un pueblo obscuro, ignorante en las ciencias profanas, separado en todas épocas de los demás pueblos. Y ni aún estableció su misión en la capital, en la cual no se dejó ver sino como accidentalmente y de paso, sino en los pueblos y aldeas de Galilea, región de la cual no creían los judíos que debiese salir el gran profeta.  Por lo que hace a los gentiles, es decir, todo el universo excepto los judíos, no les hará escuchar su palabra, ni conocerán su persona, ni su carácter, ni el objeto de su venida, ni oirán hablar de Él hasta que les será entregado por los judíos, para que le den la muerte como un malhechor. Bajo este solo aspecto les será conocido al principio. Su carrera se limita a la Judea, aunque vino para ilustrar e instruir al universo, y no hay otro nombre dado a los hombres por medio del cual puedan ser salvos. Se sujeta a esta disposición de la Providencia por incomprensible que sea a la razón humana.

  Debiendo elegir cooperadores, y tomarlos de entre los judíos, era natural escoger los de mayor consideración, los más hábiles, los más elocuentes, los más capaces de impresionar al pueblo. Nada de esto. Dios quiso que se asociase doce hombres sin educación, sin saber, sin elocuencia, sin ninguno de aquellos talentos o ventajas que pueden dar alguna consideración, tan groseros en fin y de capacidad tan limitada, que nada comprendían de su doctrina, que solo en un sentido humano la entendían,  no teniendo el menor conocimiento de las Escrituras, ni de las profecías que a ellas se referían. Podía abrirles sus potencias, mas no se lo permitía Su Padre, y perseveraron en esta ignorancia y en esta estupidez hasta la muerte de Jesús. Si hubiese podido hacer valer algo la reflexión y el raciocinio, ¿no hubiera juzgado que con tales instrumentos era absolutamente imposible la ejecución de su empresa? Apoyóse pues en el poder de su Padre, y en la eterna sabiduría de sus consejos.

  Por lo que toca al éxito, estaba circunscrito a no tener casi ninguno durante su vida, y a que al fin todo se convertiría contra Él y parecería destruir sus esperanzas. Dos o tres de los principales judíos creyeron en Él, pero iban a verle de noche. El pueblo que le seguía, mudó repentinamente de sentimientos desde que lo vio en poder de sus enemigos, prefirió a él un sedicioso, un homicida, pidió su muerte a grandes gritos, y forzó al juez a pronunciarla. Aún de sus mismos apóstoles, el uno le vendió, el otro le negó, todos le abandonaron. Estaba decretado en los consejos del Eterno, que la nación depositaria única de las promesas, que le esperaba como su Mesías y su libertador, le renunciaría en su calidad de Mesías, de Rey y de profeta, y le condenaría a muerte como un blasfemo por haberse llamado a sí mismo el Hijo de Dios. Morir en cruz entre dos ladrones, ver perdidos todos sus trabajos, y no dejar en pos de sí más que la incredulidad y el desespero en el corazón de los que se le habían unido. Él lo sabía ciertamente, y este mismo conocimiento debía naturalmente desalentarle, obligarle  a abandonar una empresa, cuyo término debía serle tan fatal.

Jesucristo sabía que así terminarían las cosas, y en esto consiste el prodigio de su abnegación y de su abandono a las manos de Su Padre.

  Es realmente digno de Dios, cuando quiere que a Él solo redunde toda la gloria de una empresa, el obrar por medios que de él únicamente  toman toda su virtud, y que desconciertan la sabiduría humana hasta parecerle una locura. Los obstáculos, las dificultades naturalmente invencibles, las contradicciones, los absurdos y las aparentes imposibilidades deben reconocerse en lo que lleva el carácter de obra de Dios, y que por esta señal se da a conocer que es obra suya.

  Así que nosotros no debemos obrar por nosotros mismos, sino esperar que Dios se sirva de nosotros como de instrumentos, estar atentos y obedientes a sus inspiraciones, y conservarnos en una entera dependencia de la gracia.

  Nuestro deber es sujetarnos al plan trazado por la Providencia, a medida que ella lo va descubriendo, lo cual suele permitir por grados para ejercitar nuestra fe. No debemos apurar mucho nuestro pensamiento para buscar medios, para imaginar recursos, para remediar inconvenientes, sino servirnos de lo que Dios mismo nos pone a la mano; de no contar con nuestra destreza.

  No debemos aturdirnos por los contratiempos que sobrevienen. A veces parecerá que retrocedemos, que atrasamos en vez de adelantar, que todo está desesperado. No abandonemos empero la obra, y redoblemos entonces nuestras esperanzas.

  Dios para llegar a sus fines toma casi siempre una ruta del todo opuesta, nos oculta sus recursos, y tocamos al término cuando de él nos creíamos más distantes.

  No debemos mirarnos para nada a nosotros mismos en la obra de Dios. Todo lo gana quien todo lo pierde por Dios.

  No tengamos pues jamás proyecto fijo y determinado, cuyo buen suceso deseemos conseguir a todo precio. No nos abandonemos a la impaciencia y a la ira cuando las cosas no nos salen del modo que apetecemos. Ante todo, tratemos de descubrir en la oración qué partido quiere Dios que tomemos, y cómo hemos de portarnos para agradarle. Sigamos pues las miras que Él nos habrá inspirado. Seamos indiferentes en cuanto al éxito, persuadidos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios. Poco nos importa salir bien o no de nuestros proyectos, si tenemos una recta intención y una perfecta sumisión a lo que Dios disponga. Mas para conducirse así es necesario estar muerto para las cosas de este mundo y para sí mismo.

El Interior de Jesús y de María
R.P.Grou