Traducir

miércoles, 12 de octubre de 2016

CARTA ENCÍCLICA CASTI CONNUBII DEL SUMO PONTÍFICE S.S. PÍO XI Sobre el Matrimonio cristiano (2a Parte)





9. El segundo de los bienes del matrimonio, enumerados, como dijimos, por San Agustín, es la fidelidad,que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal modo que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, compete a una de las partes, ni a ella le sea negado ni a ningún otro permitido; ni al cónyuge mismo se conceda lo que jamás puede concederse, por ser contrario a las divinas leyes y del todo disconforme con la fidelidad del matrimonio.

Tal fidelidad exige, por lo tanto, y en primer lugar, la absoluta unidad del matrimonio, ya prefigurada
por el mismo Creador en el de nuestros primeros padres, cuando quiso que no se instituyera sino entre un hombre y una mujer. Y aunque después Dios, supremo legislador, mitigó un tanto esta primitiva ley por algún tiempo, la ley evangélica, sin que quede lugar a duda ninguna, restituyó íntegramente aquella primera y perfecta unidad y derogó toda excepción, como lo demuestran sin sombra de duda las palabras de Cristo y la doctrina y práctica constante de la Iglesia. Con razón, pues, el santo Concilio de Trento declaró lo siguiente: que por razón de este vínculo tan sólo dos puedan unirse, lo enseñó claramente Cristo nuestro Señor cuando dijo: “Por lo tanto, ya no son dos, sino una sola carne” 22 . Mas no solamente plugo a Cristo nuestro Señor condenar toda forma de lo que suelen llamar poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier otro acto deshonesto externo, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar inviolado en absoluto el sagrado santuario de la familia: “Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró en su corazón” 23 . Las cuales palabras de Cristo nuestro Señor ni siquiera con el consentimiento mutuo de las partes pueden anularse, pues manifiestan una ley natural y divina que la voluntad de los hombres jamás puede quebrantar ni desviar 24 .

Más aún, hasta las mutuas relaciones de familiaridad entre los cónyuges deben estar adornadas con la
nota de castidad, para que el beneficio de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todas las cosas conforme a la ley de Dios y de la naturaleza y procuren cumplir la voluntad sapientísima y santísima del Creador, con entera y sumisa reverencia a la divina obra.

Esta que llama, con mucha propiedad, San Agustín, fidelidad en la castidad, florece más fácil y mucho más agradable y noblemente, considerado otro motivo importantísimo, a saber: el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida de los esposos y tiene cierto principado de nobleza en el matrimonio cristiano: «Pide, además, la fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia, pues esta ley dio el Apóstol cuando dijo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia” 25 , y cierto que El la amó con aquella su infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa» 26 . Amor, decimos, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni en palabras regaladas, sino en el afecto íntimo del alma y que se comprueba con las obras, puesto que, como suele decirse, obras son amores y no buenas razones 27 .

Todo lo cual no sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es necesario que se extienda también y aun que se ordene sobre todo a la ayuda recíproca de los cónyuges en orden a la formacióny perfección, mayor cada día, del hombre interior, de tal manera que por su mutua unión  de vida crezcan más y más también cada día en la virtud y sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y para con el prójimo, de la cual, en último término, “depende toda la ley y los profetas” 28. 

Todos, en efecto, de cualquier condición que sean y cualquiera que sea el género honesto de vida que lleven, pueden y deben imitar aquel ejemplar absoluto de toda santidad que Dios señaló a los hombres, Cristo nuestro Señor; y, con ayuda de Dios, llegar incluso a la cumbre más alta de la perfección cristiana, como se puede comprobar con el ejemplo de muchos santos. Esta recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo Romano 29 , la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el matrimonio no se tome estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio, cual comunidad, práctica y sociedad de toda la vida.

Con este mismo amor es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio,
pues no sólo ha de ser de justicia, sino también norma de caridad aquello del Apóstol: “El marido pague a la mujer el débito; y, de la misma suerte, la mujer al marido” 30 .

10. Finalmente, robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es necesario que en
ella florezca lo que San Agustín llamaba jerarquía del amor, la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos como la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con estas palabras: “Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; porque el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia” 31 .

Tal sumisión no niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, no muy conformes quizá con la razón o la dignidad de esposa, ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con aquellas personas que en derecho se llaman menores y a las que por falta de madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos humanos no se les suele conceder el ejercicio de sus derechos, sino que, por lo contrario, prohíbe aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, prohíbe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la cabeza, con grandísimo detrimento del conjunto y con próximo peligro de ruina, pues si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene el principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le pertenece, el principado del amor.

El grado y modo de tal sumisión de la mujer al marido puede variar según las varias condiciones de las personas, de los lugares y de los tiempos; más aún, si el marido faltase a sus deberes, debe la mujer hacer sus veces en la dirección de la familia. Pero tocar o destruir la misma estructura familiar y su ley fundamental, establecida y confirmada por Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna parte. Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., en su ya citada Encíclica acerca del matrimonio cristiano: “El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el que preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus deberes” 32 .

Están, pues, comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la castidad, la caridad y la honesta y noble obediencia, nombres todos que significan otras tantas utilidades de los esposos y del matrimonio, con las cuales se promueven y garantizan la paz, la dignidad y la felicidad matrimoniales, por lo cual no es extraño que esta fidelidad haya sido siempre enumerada entre los eximios y peculiares bienes del matrimonio.

11. Se completa, sin embargo, el cúmulo de tan grandes beneficios y, por decirlo así, hállase coronado, con aquel bien del matrimonio que en frase de San Agustín hemos llamado Sacramento, palabra que significa tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo signo eficaz de la gracia.

Y, en primer lugar, el mismo Cristo insiste en la indisolubilidad del pacto nupcial cuando dice: “No
separe el hombre lo que ha unido Dios” 33 , y: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera, y el que se casa con la repudiada del marido, adultera” 34 .

En tal indisolubilidad hace consistir San Agustín lo que él llama bien del sacramento con estas claras
palabras: “Como sacramento, pues, se entiende que el matrimonio es indisoluble y que el repudiado o
repudiada no se una con otro, ni aun por razón de la prole” 35 .

Esta inviolable indisolubilidad, aun cuando no en la misma ni tan perfecta medida a cada uno, compete a todo matrimonio verdadero, puesto que habiendo dicho el Señor, de la unión de nuestros primeros padres, prototipo de todo matrimonio futuro: “No separe el hombre lo que ha unido Dios”, por necesidad ha de extenderse a todo verdadero matrimonio. Aun cuando antes de la venidad el Mesías se mitigase de tal manera la sublimidad y serenidad de la ley primitiva, que Moisés llegó a permitir a los mismos ciudadanos del pueblo de Dios que por dureza de su corazón y por determinadas razones diesen a sus mujeres libelo de repudio, Cristo, sin embargo, revocó, en virtud de su poder de legislador supremo, aquel permiso de mayor libertad y restableció íntegramente la ley primera, con aquellas palabras que nunca se han de echar en olvido: “No separe el hombre lo que ha unido Dios”.

Por lo cual muy sabiamente escribió Nuestro antecesor Pío VI, de f. m., contestando al Obispo de Agra:
“Es, pues, cosa clara que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, sin ningún género de duda, ya mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios, de tal manera que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, y es, por lo tanto, imposible que lo desate ninguna ley civil. En consecuencia, aunque pueda estar separada del matrimonio la razón de sacramento, como acontece entre los infieles, sin embargo, aun en este matrimonio, por lo mismo que es verdadero, debe mantenerse y se mantiene absolutamente firme aquel lazo, tan íntimamente unido por prescripción divina desde el principio al matrimonio, que está fuera del alcance de todo poder civil. Así, pues, cualquier matrimonio que se contraiga, o se contrae de suerte que sea en realidad un verdadero matrimonio, y entonces llevará consigo el perpetuo lazo que por ley divina va anejo a todo verdadero matrimonio; o se supone que se contrae sin dicho perpetuo lazo, y
entonces no hay matrimonio, sino unión ilegítima, contraria, por su objeto, a la ley divina, que por lo mismo no se puede lícitamente contraer ni conservar”.