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sábado, 13 de septiembre de 2014

DE LA IGLESIA Y DEL PAPA: Padre Calmel O.P. (2a Parte)




Las pruebas interiores de la Iglesia

Más hoy que en los tiempos de paz, nos es útil y saludable meditar desde la fe sobre las pruebas de la Iglesia. 
Quizás nos sentiríamos tentados a reducir estas pruebas a las persecuciones y ataques que vienen del exterior. Pero los enemigos del interior son mucho más temibles: conocen mejor los puntos vulnerables y pueden herir o envenenar en el momento más inesperado. Y el escándalo que provocan es mucho más difícil de superar. Por eso, en una parroquia, un catequista antirreligioso por mucho que haga no conseguirá dañar tan profundamente al pueblo fiel como el sacerdote vivales y modernista. Asimismo la secularización de un simple sacerdote, aún cuando impresione mucho más a los ojos de todos que la incuria de un obispo o su traición, no tiene consecuencia tan funestas.

Sea como fuere, es cierto que si el obispo traiciona la fe católica, aunque no se secularice, impone a la Iglesia una prueba mucho más abrumadora que el simple sacerdote que se casa y que deja de ofrecer la Santa Misa. 

¿Es preciso o necesario después de eso hablar de esta clase de prueba que puede sufrir la Iglesia de Jesucristo a través del mismo Papa, el vicario de Jesucristo en persona? Ante esta pregunta muchos se tapan la cara y no les falta poco para gritar: ¡blasfemia!. Este pensamiento les tortura. Rehúsan mirar de frente una prueba de tal gravedad. Comprendo sus sentimientos. Y no ignoro que cierto vértigo puede apoderarse del alma cuando se pone en presencia de ciertas iniquidades. Sinite usque huc [¡Basta¡Dejadlo!] (Luc, 22, 51) decía Jesús agonizante a tres Apóstoles, cuando se acercaba la soldadesca del sumo sacerdote que llegaba para prenderlo y conducir al tribunal y a la muerte a Aquél que es el Sumo y Eterno Sacerdote. Sinite usque huc: es como si el 
Señor dijera: el escándalo puede llegar hasta aquí, pero dejadlo. 

Mi recomendación es que veléis y oréis pues el Espíritu está pronto, pero la carne es débil. Sinite usque huc: por mi consentimiento en beber el cáliz os he merecido todas las gracias, cuando vosotros estabais dormidos y me habíais dejado enteramente solo. Os he obtenido una gracia particular de fortaleza sobrenatural que os acompañe en la medida de todas las pruebas, en la medida misma de la prueba que puede sobrevenir a la 
Santa Iglesia a causa del Papa. Y os he hecho capaces de soportar este vértigo.

Lo que la revelación no dice, pero tampoco excluye
En relación a esta prueba extraordinaria tenemos lo que dice la historia de la Iglesia y lo que no dice la revelación sobre la Iglesia. En ninguna parte lo revelado sobre la Iglesia dice que los Papas no pecarán jamás por negligencia, laxitud, o espíritu mundano en la custodia y defensa de la tradición apostólica. Sabemos que no 
pecarán jamás obligando a creer directamente en otra religión: he aquí el pecado del que son preservados por la naturaleza de su cargo. Y cuando comprometieren su autoridad en algún punto en el que ésta es infalible, el mismo Cristo nos hablará y nos instruirá: este es el privilegio del que están revestidos desde el momento en 
que son elegidos sucesores de Pedro. Pero si bien la revelación nos afirma estas prerrogativas del papado, en ninguna parte afirma que cuando el Papa ejerce su autoridad por debajo del nivel en que es infalible, no llegue jamás a servir a los propósitos de Satanás y a favorecer hasta cierto punto la herejía. Igualmente no está escrito 
en la Sagrada Biblia que a pesar de que él no pueda enseñar formalmente otra religión, no podrá jamás permitir que se saboteen las condiciones indispensables para la defensa de la verdadera religión. Esa tal defección es notablemente favorecida por el modernismo.

Así pues, la revelación sobre el Papa no asegura en ninguna parte que el vicario de Cristo no hará jamás sufrir a la Iglesia la prueba de ciertos escándalos graves; y digo graves no sólo en el orden de las costumbres privadas sino también en el orden propiamente religioso, es decir, en el orden eclesiástico de la fe y las costumbres. 

De hecho la historia de la Iglesia nos narra que tal género de pruebas derivadas del Papa no ha faltado en modo alguno, aunque haya sido ocasional y no se haya prolongado nunca en estado crítico. Sorprendería lo contrario, cuando se comprueba el pequeño número de Papas canonizados desde San Gregorio VII, el reducido número de vicarios de Cristo que son invocados y venerados como amigos de Dios, santos de Dios. 

Pero sorprende aún más que Papas que sufrieron los peores tormentos, como por ejemplo un Pío VI o un Pío VII, no hayan sido invocados como santos ni por la Vox Ecclesiae ni por la Vox populi. Si estos Pontífices que tanto tuvieron que sufrir por el hecho de ser Papas, no soportaron su pena con tal grado de amor que hayan llegado a ser santos canonizados, ¿cómo asombrarse de que otros Papas que enfoquen su cargo desde un punto de vista mundano, puedan cometer faltas graves o imponer a la Iglesia de Cristo una prueba particularmente temible y desgarradora? Los fieles, sacerdotes y obispos que quieren vivir de la Iglesia, cuando se ven reducidos al extremo de tener tales Papas, se preocupan no sólo de rogar por el Sumo Pontífice que es causa de aflicción 
para la Iglesia, sino que ante todo se unen más que nunca a la tradición apostólica: la tradición sobre los dogmas, el Misal y el ritual; la tradición sobre el desarrollo de la vida interior y sobre la llamada de todos al amor perfecto en Cristo. 

El caso de San Vicente Ferrer
En esto se ve cómo la misión de aquel fraile predicador, que entre todos los santos es el que más trabajó por el Papado, aquel hijo de Santo Domingo, San Vicente Ferrer, se hace particularmente luminosa. El Ángel del juicio, legado a latere Christi que hace deponer a un Papa [Benedicto XIII] después de haber usado con él de una infinita paciencia, el mismo Vicente Ferrer es también, y con el mismo impulso, el misionero intrépido y lleno de bondad que, desbordante en sus prodigios y milagros anuncia el evangelio a la inmensa muchedumbre del pueblo cristiano. 

Lleva en su corazón de apóstol no sólo a un Papa tan enigmático, obstinado y duro sino también al conjunto del rebaño de Cristo, a la multitud de ese pueblo sencillo y desamparado, a la turba magna 
ex ómnibus tribubus et populis et linguis (“de todas las tribus, pueblos y lenguas”). Vicente ha comprendido que la mayor preocupación del vicario de Cristo no es, ni de lejos, servir lealmente a la Santa Iglesia como se debe. El Papa pone en primer lugar la satisfacción de su oscura voluntad de poder. Pero si al menos entre los fieles se despierta el sentido de la vida en la Iglesia, el afán por vivir en conformidad con los dogmas y los 
sacramentos recibidos de la tradición apostólica, si afluye por fin un soplo puro y fuerte de conversión y de oración en esa cristiandad lánguida y desolada, entonces podrá llegar finalmente, sin ninguna duda, un vicario de Cristo que sea verdaderamente humilde, tenga conciencia cristiana de su elevado cargo y se preocupe de cumplirlo lo mejor posible según el espíritu del Sumo Sacerdote. 

Si el pueblo cristiano vuelve a una vida acorde con la tradición apostólica, será imposible que el vicario de Cristo caiga en profundos extravíos y se deje conducir a ciertas complicidades con la mentira cuando de lo que se trata es de mantener y defender la 
tradición. Será necesario que sin tardanza un Papa bueno y quizás Santo suceda al Papa malo o extraviado.

La defección del jefe no justifica nuestra tibieza.

Son demasiados los fieles, sacerdotes y obispos que quisieran, cuando en los días de grandes desgracias le llega la prueba a la Iglesia procedente de su Papa, que las cosas se pusieran en orden sin tener nada o casi nada que hacer. Lo más que aceptan es musitar algunas oraciones. Dudan incluso ante el Rosario diario: cinco misterios ofrecidos diariamente a Nuestra Señora en honor de la vida oculta, de la Pasión y de la gloria de Jesús. 

Tienen ganas de profundizar en la fidelidad a la tradición apostólica en lo que les concierne: dogmas, misal y ritual, vida interior (pues el progreso de la vida interior evidentemente forma parte de la tradición apostólica). Pero ellos, habiendo consentido por su parte en la tibieza, se escandalizan nada menos de que el Papa, tampoco él, no sea mucho más celoso en la conservación de la tradición apostólica en toda la Iglesia, es decir en cumplir con 
fidelidad la única misión que la ha sido confiada. Esta perspectiva de las cosas no es justa. Además, si tenemos necesidad de un Papa Santo, razón de más para empezar por ordenar nuestra vida con la gracia de Dios y,conservando la tradición, seguir los pasos de los Santos. Entonces el Señor Jesús acabará por conceder al rebaño el pastor visible que se esforzará por llegar a ser digno de su nombre.
A la insuficiencia o defección del Jefe no hemos de añadir nuestra negligencia personal. 

Que la tradición apostólica esté viva al menos en el corazón de los fieles aunque se encuentren lánguida en el corazón y en las 
decisiones de aquél que es el responsable a nivel de Iglesia. Entonces el Señor, sin duda, será misericordioso con nosotros.

Y una vez más, conviene que nuestra vida interior se refiera no al Papa sino a Jesucristo. Nuestra vida interior que evidentemente incluye las verdades de la revelación respecto del Papa, debe referirse puramente al Sumo Sacerdote, a nuestro Dios y Salvador Jesucristo para llegar a superar los escándalos que llegan a la Iglesia procedentes del Papa.

Tal es la lección inmortal que San Vicente Ferrer nos dio en aquel tiempo apocalíptico de una de las mayores deficiencias del Romano Pontífice. Pero ahora, con el modernismo, estamos conociendo las más terribles pruebas. Razón más imperiosa aún para nosotros en orden a vivir de manera aún más plena, y en todo punto, de 
la tradición apostólica: en todo punto, incluyendo ese punto capital del que apenas se habla ya desde que  muriera el Padre dominico Garrigou-Lagrange: la tendencia efectiva a la perfección del amor. y eso que en la doctrina moral revelada por el Señor y transmitida por los Apóstoles se nos dice que debemos tender al amor 
perfecto, ya que la ley del crecimiento en Cristo es propia de la gracia y la caridad que nos unen a Él.

Trascendencia y misterio del Papado

Trascendencia y oscuridad del dogma relativo al Papa: el dogma de un pontífice que es vicario universal de Jesucristo y que no siempre está al abrigo de fallos incluso graves, que pueden ser muy peligrosos para sus sujetos. Este dogma del romano pontífice no es sino uno de los aspectos del misterio más profundo de la Iglesia
misma. Es sabido que dos grandes proposiciones nos introducen en este misterio: en primer lugar la Iglesia, formada por pecadores entre los cuales nos contamos, es aun así la dispensadora infalible de la luz y de la gracia, dispensadora mediante una organización jerárquica, y dispensadora gobernada desde lo alto de los cielos 
por su jefe y Salvador Jesucristo y asistida por el Espíritu de Jesús. Por otro lado, sobre esta misma tierra el Salvador ofrece a través de su Iglesia el sacrificio perfecto y la alimenta de su propia sustancia. 

Por ello la Iglesia, Esposa santa del Señor Jesús debe participar de la Cruz, incluyendo la cruz de la traición por parte de 
los suyos. A pesar de todo no deja de estar muy asistida en su estructura jerárquica, comenzando por el Papa, y ardiente en la caridad. En una palabra, la Iglesia continúa siendo en todo tiempo lo bastante pura y santa como para ser capaz de participar en las pruebas de su Esposo, incluida la traición de ciertos jerarcas, conservando intactos su dominio interior y su fuerza sobrenatural. Jamás la Iglesia se extraviará.

Si en nuestra vida interior, la verdad cristiana sobre el Papa se sitúa, como conviene, en el interior de la verdad cristiana sobre la Iglesia, superaremos lúcidamente el escándalo de todas las mentiras sin exceptuar las que pueda sufrir la Iglesia por mediación del vicario de Cristo o de los sucesores de los Apóstoles. En esto, al 
menos en lo que concierne a los obispos, Santa Juana de Arco es un modelo incomparable. A nuestro alrededor y según nuestra raquítica capacidad, intentaremos ser fieles a lo que fue una de las gracias particulares de Santa Juana de Arco.

Cuando pensamos en el Papa actual, en el modernismo reinante, en la tradición apostólica, en la perseverancia en la misma, nos vemos cada vez más reducidos a considerar estas cuestiones en la sola oración, implorando insistentemente por toda la Iglesia y por aquél que en nuestros días tiene en sus manos las llaves del Reino de 
los cielos. Las tiene en sus manos pero, por así decir, no las hace servir: más bien deja abiertas las puertas del rebaño, que va a parar a los caminos cercanos a los salteadores, y no cierra estas puertas protectoras que sus predecesores habían mantenido cerradas con cerrojos y cadenas irrompibles. A veces incluso -y éste es el equívoco del ecumenismo postconciliar- parece abrir lo que nunca 
dejó de estar cerrado. Y mientras, henos aquí reducidos a la necesidad de no pensar en la Iglesia si no es para orar por ella y por el Papa. Lo cual es una bendición. Ahora bien, pensar en nuestra Madre, en la Esposa de Cristo, en estas circunstancias tan lastimosas, no disminuye en nada nuestra resolución de ver las cosas con claridad. Esta lucidez indispensable, sin la cual se desvanecerían todas las fuerzas, debe estar penetrada de tal
humildad y dulzura que apresuremos el auxilio del Sumo Sacerdote. 

Deus in adiutórium meum intende. Dómine, ad adiuvandum me festina. Quiera Él encomendar lo antes posible ese remedio eficaz a su Santísima Madre, María Inmaculada.